Aún tengo el perfume dulce y salado de aquella nublada tarde
de abril. Llovía, llovía mucho, y la lluvia se mezclaba entre los besos y las
caricias. Escuché tu voz en mi oído. Y de nuevo, esa manía tuya de decirme te
quiero a la cara. Suave, lento. Exactamente como a mí me volvía
absolutamente loca. Te chocaste justo en el centímetro número tres de mis
labios, y ahí, justo ahí, supe que te quería como nunca antes lo había hecho.
Acariciaste cada sinfonía de mi cuerpo como un tesoro, algo tuyo que jamás
querrías perder. Te perdiste en mi pelo exactamente treinta y cuatro veces, y a
la número treinta y dos, te escuché reír. Y justo en ese instante volví a
perderme en el mundo. En mi propio laberinto, ese laberinto el cual lleva
tatuado tu nombre. Me mordiste justamente en la esquina número diez de mi
cuello, ahí donde parece que todo es mágico. Y sucumbiste de repente todo
nuestro amor. Nuestra canción sonaba al ritmo de nuestros corazones, de nuestros
latidos. Justamente ahí, saltó una chispita de amor. Algo que me hizo recordar
que no hay mejor tacto que tu piel contra la mía. Que no hay mejor aroma que el
sabor de tus besos, y que no hay mejor comida que tus labios. Quisiste quererme
un poco más, sólo un poco más. Y me besaste, me abrazaste y me dijiste que
me amabas mirándome a los ojos. Y exactamente ahí, en ese mismo instante,
conocí al hombre de mis sueños; ahí estabas tú, delante de mí, susurrándome un
"piérdete conmigo ahora", diciéndome con la mirada lo que las
palabras no entienden, enredando sin piedad tus dedos entre los míos,
prometiéndome un "para siempre". Y sólo ahí, cariño mío, sólo en ese
momento, te dije: "para siempre es poco tiempo. Mejor quédate conmigo para
toda la eternidad."